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por Luiz Felipe Oyarzun

Ir más allá de la crítica a la “naturalización” de la mujer y, desde una perspectiva más general, del género, hace necesario no proponer otra imagen sino quebrar la imagen. Así toda imagen de la mujer aparece como lo que es: una imagen. Y, del mismo modo, siempre como una imagen incompleta, siempre como una imagen que violenta y de cierto modo niega aquello de lo que quiere ser imagen. Es como un símbolo que muestra su propio fracaso. Una imagen que refleja la imposibilidad de toda representación, y en su ruina, guarda el reclamo infinito de la justicia.

Julia Lana nos propone una experiencia con aquello que puede alterar nuestras referencias simbólicas y conceptuales, que definen lo que significa ser mujer, ser hombre, ser niño, ser adulto. Lo negativo y lo positivo, ese ejercicio infinito se sacar a luz imágenes que se guardan en lo oscuro y que torna ambiguo la palabra hecha carne; ser.

Si el cuerpo es nuestra primera frontera, lo que divide nuestra intimidad de lo externo, es porque siempre es el límite de un rostro radicalmente otro, diferente, distinto de mí. Un tú que sólo puedo definirlo totalmente si lo violento, y que desde esa imposibilidad y riesgo mortal me reta a abrazarlo. En los fragmentos que se esparcen se baten la guerra que aniquila y la ternura que acoge.

La obra de Julia marca en su hendidura la separación infinita entre el abrigo de la vida y nuestro ejercicio imposible de entenderla y definirla. Es una crítica a la violencia. Y una exigencia que volver a pensar una y otra vez qué somos, con el otro, en el otro y por el otro.

A través de los retratos rotos, la artista nos habla del ejercicio permanente de reconstruir sobre un instante de violencia total que nos deja sin palabras. Como una mujer violada, como una mujer violentada, golpeada, llevada hasta su límite psíquico. Una mujer negada en su misma definición de “sexo débil u objeto de deseo masculino”, la imagen rota habla del testimonio de lo irrepresentable de una violencia ciega.

Una mujer que no encuentra más que ruinas de una experiencia que ha trastocado el sentido mismo de sus palabras, abriendo un desacople que sólo puede oírse desde el grito mudo de la experiencia olvidada.

No se trata de recobrar la identidad perdida. En la grieta de la vida, cargamos los restos de lo que será 

¿Qué acontece “entre” la presencia de las cerámicas derruidas como aliento mudo de lo que alguna vez fue y que hoy deslumbra como duelo, y las imágenes que pasan y vienen una y otra vez en la pantalla, imágenes que, al contrario de las ruinas de las tetas, son inmortales, no envejecen, vibran fantasmales sobre pixeles que no existen?

¿En qué medida es la imagen reproducida hasta el infinito en las pantallas que inundan nuestras vidas la que marca un quiebre radical con lo que es y no es ser, hoy, mujer? ¿Cómo buscar una “definición” sobre la naturaleza de lo femenino en una experiencia perceptiva que nunca se detiene y que parece llevarse los restos de sentido hacia una orilla que resuena en el silencio de lo infinito?

La imagen rota en los restos de cerámica. La imagen rota en una secuencia evanescente. La imagen rota en un desacople trágico entre lo real y la imagen, entre lo que conmueve y lo que se nos presenta liviano en movimiento irreal.

En el fondo de todo, la noche del mundo y el murmullo indiferente de televisores sin imágenes.

En el fondo, la esperanza de tener que volver a construir, una y otra vez, una constelación imposible.

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